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Rincón Literario
9 Dic 2018

Celeste Grillo relata su experiencia en "Veinticuatro Alacranes"

Un viaje a la Patagonia para alejarse de la urbe y el oeste del Conurbano. La montaña, el bosque y los misterios que puede encerrar una cabaña en dónde estando sola, nunca estuvo sola.
La vecina Celeste Grillo vuelve a dedicarse a la escritura, autora de la novela ‘La doble vida de Guillermo, Crónica de una modelo vivo’, ahora propone un relate auto referencial sobre la sorpresa de encontrar en un viaje mucho más de lo que se está buscando.

Presentado en tres capítulos, el relato invita a ponerse en la piel de la autora en medio de la soledad de Maillín Alto, un paraje casi sin habitantes muy cerca de El Bolsón, y experimentar sucesos por fuera de lo normal en el interior de una, aparentemente, acogedora cabaña.

Castelar Digital invita a sus lectores a sumergirse en el puño y letra de la vecina que fue entrevistada por este medio a principio de este año (Ver: Celeste Grillo: “La literatura es una aventura cultural”) y ahora renueva su presencia con un experiencia en primera persona a miles de kilómetros de su Haedo natal.

La publicación se presentará en tres capítulos y a continuación comienza el primero de ellos:


Veinticuatro alacranes ( Parte 1 )

Es fácil sentirse una cucaracha kafkiana cualquier mañana. La mañana en que saqué el coche de mi casa, en Haedo, rumbo al Mallín Ahogado me sentí una cucaracha. No por mi terror a la velocidad, a sobrepasar, a que me sobrepasen, a la pendiente, a las curvas y contra curvas, y ya que estamos, al ripio. Sino porque en la ruta todo lo que nos rodea nos ubica velozmente en una situación de multitud en tránsito, de extrañeza ante la súbita alteración de nuestra rutina. Cuando comenzó el camino sinuoso, recorrí un entorno altamente operativo: los camiones me sobrepasaban, los micros también; conocían la ruta, sabían qué hacer, las dos rayas amarillas en medio del pavimento no significaban prohibición, se cagaban en la doble línea, la única pieza desajustada era yo.

La cabaña de adobe que alquilé durante toda la temporada, buscando silenciar mi diálogo interno, estaba a 25 km de Bolsón por ripio, era rústica pero contaba con las comodidades esenciales para alguien que llegara con códigos y hábitos citadinos.

Mis vecinos eran el campo de lúpulo, en frente; las hectáreas deshabitadas de un narcotraficante recientemente detenido, hacia la izquierda; finalmente, hacia la derecha, la primera chacra a la vista era la del sufí. “Las religiones se extravían, como los hombres” escribió Kafka en Diarios. La frase adquirió una literalidad que me dio risa. Dar explicaciones sería ocioso. Aparte, es necesario reír.

Mi anfitrión era bajo, gordito con mejillas coloradotas, y la primera mentira que me dijo fue que la llave de gas de la garrafa nunca se cerraba. Obviamente a la mañana siguiente cuando quise preparar unos mates, después de haber estado 50 minutos echando humo hasta que logré encender la salamandra, no había gas. Salí, incrédula, a la parte trasera de la casa, donde estaba la garrafa, el tanque de agua y una cantidad de caños y cablerío que armaban un mapa ilegible, y constaté que efectivamente, alguien, o mi anfitrión o un duende, había cerrado la llave de la garrafa.

Esa misma tarde me quedé sin agua. El tanque se había vaciado después de una ducha rápida. Como siempre tuve agua corriente no se me ocurrió preguntar cómo arrancar la bomba de agua para el abastecimiento doméstico. A mi anfitrión de rostro mofletudo y ojos pequeños y suspicaces tampoco se le ocurrió comunicármelo, a pesar de que me explicó con rigor descriptivo cómo apretar el botón de la mochila del inodoro para que no quedara perdiendo agua.
Me convertí en un huésped incómodo. La sensación de encontrarme desubicada en un lugar en el cual no podía reconocer el norte del sur ni el este del oeste. Se me había metido en la cabeza que ese hombre con sus mejillas coloradotas había omitido adrede cómo arrancar la bomba de agua y había cerrado intencionalmente la llave de gas de la garrafa: ¿se debe creer en lo que se ve o en lo que se intuye?

De yapa, cuando me fui a acostar encontré un alacrán entre mis sábanas. No lo pude atrapar. Por extremo que parezca, me fui a dormir al auto.

En medio de estas sensaciones, una amiga bolsonense me invitó a un temazcal en el Mallín Alto. Fui. Iba en plan de transpirar un poco en un baño de vapor natural. No fue tan así. Uno de los integrantes del grupo era denominado “Chamán”, por lo tanto, había que seguirle la corriente en todo lo que se le ocurriera. Primero, estuvimos muchas horas desperdigados en esas hectáreas haciendo, aparentemente, nada. Después, tuvimos una diversificación de rituales bajo las directivas del chamán: el del tronco, el del fuego, el de las piedras; yo estaba un poco harta de la vorágine de sucesos extraños y obligados a ser vividos y tenía la sensación de haber perdido no sólo el tiempo y el dinero sino mi voluntad propia. Lo más sencillo hubiera sido irme, pero no. No. Ese miedo a actuar de manera imprevisible, de salirse del rebaño, de llamar la atención o ser diferente o no esperable. Me quedé. Como nos suele pasar a los cobardes, al tratarse de la última instancia de una especie de convivencia forzada, yo había ganado una súbita soltura y espíritu de integración, y cuando el chamán indicó que entráramos al temazcal, fui la primera en hacerlo.

Lo que pasó dentro del temazcal no lo voy a narrar ahora porque este relato no se titula “Temazcales” sino “Veinticuatro alacranes”.

Salimos del temazcal a la madrugada con mi amiga bolsonense que vino a dormir a mi cabaña. Después de unos vinos subimos al altillo para acostarnos; mi amiga extendía su bolsa de dormir muy lentamente, hasta que se decidió y dijo:
- Hay tres alacranes muertos acá.
- ¿Tres? –pregunté indignada.Y le expliqué que como había encontrado un alacrán entre mis sábanas eché insecticida, muy a mi pesar.
Al día siguiente, encontramos otros tres alacranes muertos en la cocina.
-Tendrías que empezar a pensar en el alacrán como tu animal personal de poder, espíritus protectores que nos ayudan tanto en nuestra vida cotidiana como en nuestra búsqueda espiritual de armonía. El alacrán es un tótem antiguo y potente para la protección de todo tipo de malignidad- señaló mi amiga bolsonense.
Sentí cómo crujía la madera del altillo y me sobrevino una sensación de irrealidad.
-La madera cruje- me anticipé antes de que dijera algo.
-Sí, pero por la noche escuché unos ruidos fortísimos, como si algo o alguien estuviera zapateando al lado nuestro- retrucó.

Animales de poder. Presencias zapateando. La superstición era la ciencia del momento. Nuestras ideas, si se las puede llamar así, no seguían un curso común. Poco a poco, la realidad recuperó nitidez y llevé a mi amiga hasta lo de un conocido suyo que cuidaba una chacra al lado de los campos del sufí, para que ella le consultara si existía la posibilidad de hacer un temazcal con toma de ayahuasca en su espacio. La cultura también es un desprendimiento del paisaje, y mi amiga es una especie de dinamizadora cultural, un motor que hace que ocurran cosas en un sitio en el que pareciera que no pasa nada.

El lugar al cual llegamos era un no-lugar, carecía de carácter definido. Estaba desprovisto de agua y electricidad. Era como si todo allí cumpliera una función provisional. Una provisionalidad definitiva que le daba un aspecto salvaje, sin lugar a otro adjetivo.

El conocido de mi amiga también tenía un aspecto salvaje, como un hurón, que no pertenece del todo a la vida doméstica ni a un zoológico. De hecho, tenía pelo de hurón, un hurón ralo.No tuve que acercarme demasiado para constatar que olía mal y cuando me saludó, se acercó tanto a mi oreja que pensé que estaba dispuesto a morderla.

-Vos sos la profesora de literatura que vive frente al lupular, tengo un libro muy interesante para prestarte… Sé que lo podrías apreciar. - Fue lo primero que me dijo el hombre hurón. Sus monólogos eran complejos inventarios de eslóganes y obsequiosidades, y en ellos surgían dos muletillas que rompían con la isotopía: “ma o meno” y “culiao”.

Acepté el libro en préstamo y volví a mi cabaña. El cielo encapotado amenazaba desgajarse en un aguacero. Había una excitación vegetal, discreta pero firme, ante la inminencia del agua. Se presentía un estado de alerta general en el pasto, en los arbustos, en los Coihues, desentumecimiento de raíces y de ramas. Al llegar encontré cuatro alacranes muertos, apretujados en la entrada.

Continuá leyendo el 2do capítulo aquí.
Continuá leyendo el 3er capítulo aquí.

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