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Anécdotas
20 Nov 2006

"Mesas de Terciopelo Verde" por Dante Pena

-Puedo recuperarme... -Sé que puedo recuperarme... No saben ustedes la cantidad de veces que he escuchado yo, esta frase.
Dicen que la ludopatía es una enfermedad. Yo no soy médico, pero esto no se ajusta a la definición que yo tengo de "enfermedad". Un estado momentáneo de locura, tal vez. Un descuido de un segundo, nada más. Un eterno segundo en el que todo lo que nos rodea se desvanece, y pensamos sólo en la revancha. Loco, pero real.

Me gusta desayunar tempranito, leyendo la prensa del día. Una tostada con mermelada y manteca, y un té con leche. Lo hago todos los días antes de empezar a trabajar. Mientras desayuno, calculo el tiempo que me llevará terminar ese maldito boceto para ese tipo insoportable, que me hace la vida imposible por cuatro monedas de mierda. Pero voy, y lo termino. Pienso en todos los minutos que tardaré en dejar listo aquél bendito cartel, que a sabiendas de la dificultad que encontraré para cobrarlo, seguramente quedará inmaculado y profesional. Pero voy, y lo dejo listo.

Facturas de alquiler, teléfono, agua, electricidad, materiales y gasoil para los coches. Calculo todo eso y mas. Y solo cuento para afrontar tal abuso monetario, con mis manos y mi supuesta creatividad publicitaria.

Por qué un padre de familia arriesgaría todos esos compromisos, mas los gastos de alimentación de sus hijos y esposa; vestimenta, salud y divertimento,? ( si se puede ).

Sin embargo muchos lo hacen. Lo arriesgan todo a una buena mano, o una buena racha de suerte en el juego.

En España hay casinos, como en el resto del mundo; pero curiosamente las mayores ganancias para las multinacionales del juego se dan en los bares y restaurantes.

Millones de máquinas tragamonedas pueblan de luces, ruidos, y pegadizas melodías, las horas y días de una sociedad derrochadora, que pide a gritos nuevas ideas para gastar estúpidamente ese dinero pornográficamente abundante que se huele en el humo de habanos de lujo, bebidas alcohólicas de marca, y estrellas de tres puntas sobre los capots de muchos de los coches que ruedan por las calles de este país.

En 1981, durante el mes de Diciembre, mi padre firmó contrato por la concesión del buffet del club Castelar. He hecho mención en otras historias al respecto, pero en este caso me gustaría hablar de un aspecto en concreto de mi actividad durante el largo año y pico que pasé detrás de la barra de aquél bar de barrio.

A los 16 o 17 años, uno es Dios. Se las sabe todas, y controla todo. Pero en esas largas noches de viernes y sábados, asomado a la puerta de la timba del club; me preguntaba como las personas mayores podían volverse tan imbéciles y ciegas con un par de cartas en las manos.

En el pasillo del bar guardábamos un gran maletín negro, con las fichas que se utilizaban en las dos mesas de póker de los fines de semana. Los mazos de cartas, a veces nuevas, que inocentes yacían en un bolsillo de tela, a la espera de soportar la pesada responsabilidad de darle a tal o cual, una razón para reír o para llorar.

Me gustaba el ruido de las fichas al caer de mis manos sobre la barra del bar. Los destellos de colores y números bailando el ritmo de las billeteras de jóvenes y viejos que se congregaban allí, dos veces por semana, hasta altas horas de la madrugada. El ruido de las fichas pasando de mano en mano, me arrullaba mientras yo me dormía de pie, apoyado en el marco de la puerta, con mi guardapolvito celeste de mozo, y la bandeja bajo en brazo. Cansado del trajín del día.

25 años después, aún sigo escuchando ese ruido. Llegué a odiarlo en los días finales de mi estancia en aquél sitio.

Cerca de las 12 de la noche, la mayoría de las veces, se podía saber quien iba ganando y quien perdiendo. Si de la salita pedían un Chivas, o un vaso de agua. O si alguien invitaba a una ronda de cognac del bueno. Tantos nombres apuntados en el cuadernito de los impagados, que guardábamos debajo de la caja registradora, a la espera de que los allí anotados, se dignaran a abonar su cuenta, después de una buena noche de juego. Tantas caras de desesperación y vergüenza cada vez que salían apurando el paso, vacíos los bolsillos, saludando a la distancia, diciendo : -La semana que viene te pago, pibe!...

Extrañamente recuerdo la mayoría de aquéllos nombres y apodos. No puedo reproducirlos aquí, ya que supongo que muchos de ellos aún viven, y probablemente sigan acudiendo a la cita con aquellas mesas de paño verde.

Algunos días, después de cerrar las puertas de la entrada, podía ver como afuera, esperando en la vereda, algunas esposas observaban curiosas a través de los oscuros cristales de la fachada, con la esperanza de que aquélla noche su esposo o pareja no saliera despellejado y sin un mango.
Era mi obligación ayudar a mi viejo, y a mi familia. Pero yo odiaba esas noches de póker.

Algunos viernes, yo aparecía por el buffet, luego de salir de estudiar en el Jorge Newbery de Haedo. Llegaba cansado y medio dormido del turno de noche del secundario; sin embargo sabía que aún me quedaban tres horas o más, de tensa calma, sirviendo las mesas al ritmo de la respiración entrecortada de aquéllos timberos de Castelar. Sabía que mi viejo, a esas horas estaba solo detrás de la barra; y un extraño sentido del deber se despertaba a mis dieciséis añitos, haciéndome caminar esas cuadras para estar con él, hasta volver a casa.

A mi viejo siempre le gustó el juego. Amaba ir a jugarse algunas fichitas al casino de Mar del Plata cada vez que íbamos de vacaciones. Mi vieja siempre afirmaba que papá iba a buscar al casino, "los regalos para la familia"; pero yo sé que a mi viejo le atraía mucho el juego. Al principio no reparé en ello, pero con el tiempo creció en mi un estado de pánico de fin de semana, imaginando al cabeza de familia sentado a la mesa de color verde, rodeado de fichitas y jugándose el presupuesto familiar.

Hoy aún no comprendo si realmente me movía la responsabilidad o el pánico, pero siempre estaba allí, con él, atendiendo esas mesas, sumergidos en los claroscuros de los pasillos del Club Castelar. En el mas absoluto silencio. Esperando el vozarrón de algún jugador sediento.

Un viernes, siguiendo una costumbre que teníamos para evitar el robo de la recaudación del día, mi viejo dividió el dinero de la caja y me dijo que me fuera para casa con la bolsita escondida en el forro de la campera. De esa manera, si nos asaltaban a él o a mi, no perderíamos todo. Sólo la mitad.
Pero ese día en particular, las mesas estaban mas animadas de lo normal. Me extrañó que me enviara a casa tan temprano, y ese pánico creciente hizo que al salir del club, diera la vuelta a la manzana, para entrar por una destartalada puertita de chapa, que daba al gimnasio. Con un golpe seco se abría, ya que solo estaba sujeta con un trozo de alambre oxidado.

Crucé los pasillos que daban a los vestuarios en la mas absoluta oscuridad. Salí a un pequeño patio con césped, que terminaba en el pasillo de salida de la sede social; entre los baños y un pequeño almacén que utilizábamos para guardar los cajones de bebidas del bar. El cuartito timbero tenía dos ventanitas minúsculas, con vidrio esmerilado. Uno estaba roto, y se podía ver el interior. Me asomé al pasillo, y pude ver que mi viejo no estaba ni en la barra, ni en la puerta; así que tenía que estar dentro del cuarto de juego. No sé por que lo imaginé así. Yo quería mucho a mi viejo. Admiraba su autocontrol, su sentido del deber; al que hoy tantas veces recurro en momentos de indecisión. Pero el pánico me hizo imaginar a mi viejo sosteniendo las cartas, jugándose las monedas del boleto del colectivo que me tomaba todos los día para ir al colegio. Arriesgando el par de zapatillas de mi hermano menor. Apostando nuestro viejo Ami 8 en un juego estúpido.

Me trepé a las rejas de las ventanitas de la timba, y ví con horror como papá "ojeaba" entre sus dedos, las cartas de póker que yo tanto odiaba. Llevaba su guardapolvo verde, manchado en la barriga, sus anteojos de leer, y ese peinado indefinido que tenía: mezcla de cachetada a lo Gardel y remolino de flequillo rebelde.

Fueron menos de cinco segundos. Pero sentí como si Supermán hubiera decidido traicionar a la raza humana, y se hubiera aliado con Lex Luthor. Un par de lágrimas rodaron por mis mejillas. Imaginé a mi vieja defendiendo a un tipo despreciable, al que no le importábamos un carajo, y me sentí huérfano de ese sentido del deber que tanto nos remachaba mi viejo, cada vez que teníamos esas interminables charlas con los codos apoyados en la barra del bar.

De repente sentí el ruido de la cisterna del baño de hombres, y los pasos apresurados de alguien que entraba en el cuartito. Era Tomás, de la ferretería Tomás, del lado sur. Un habitual de esas mesas de los fines de semana. Entró, le dio las gracias a mi viejo, y se sentó en su lugar. Perece que en medio de una estupenda mano, le dieron ganas de mear y le pidió a papá que le cuidara las cartas. En ese momento nadie confiaba en nadie, y ese señor quiso que papá fuera el custodio de sus fichitas y de un probable full de ases.

Papá salió de la habitación y se fue a la barra. Silbaba bajito un tango que a él le encantaba: "Cuartito azul". Corrí detrás de él y lo abracé. Era tan fácil querer a mi viejo…
-Por donde entraste Dante?, que hacés acá?
Yo seguía pegado a su espalda, aún con lágrimas en los ojos.
-Cerrá la reja de la barra que nos vamos a casa, es demasiado tarde, mejor no me quedo.
Diez minutos después estábamos viajando en nuestro coche familar los dos con los guardapolvos sucios de la barra regada de vasos de vino, papas fritas, y restos de pizza de muzzarella. Supermán había vuelto, con bigotes y pelo negro, y tarareando tangos de Mariano Mores.

Es Abril en Madrid. El polen me da alergia, y llevo en el bolsillo mis habituales pañuelos descartables. Por la tarde, sobre la barra del Bar Castilla, los restos de platitos de aceitunas y tortilla española, despiden a los trabajadores del polígono industrial en el que tengo mi pequeño taller. Algunos se van a casa. Otros ahogan su soledad delante de enormes copas de anís o licor. Delante de las máquinas tragamonedas, una señora de unos cincuenta y pico, maldice al enano estafador que vive dentro de dichas máquinas.

_Dante, aún aquí chaval?
-Aún aquí, Bernardo. Vine a tomar un cafecito antes de seguir luchando con las tipografías de una decoración de pésimo gusto, para un vehículo industrial.

-Te vienes con nosotros? Nos tomamos algo y jugamos una partidita de Mus. Un euro la apuesta.
En mi bolsillo, doblada, estaba la factura de Telefónica. Y en el otro, un papelito con el cálculo de los días que me restaban para hacer la reserva del pasaje de avión para irme de vacaciones a Castelar.

-Gracias tío, pero aún me quedan un par de horas detrás de la pantallita de la computadora. Además mi viejo, jamás me enseñó a jugar al mus.
-Hasta mañana, Dante
-Hasta mañana, Bernardo.
Pagué el café, y salí por la puerta acristalada del bar. A cada paso el sonido de las máquinas tragamonedas se apagaba más y más. Ya cerca de la puerta del taller, con las primeras sombras de la noche, recordé que debía llevarle algunas monedas para la alcancía de mi sobrina Julieta. Decidí dar una vuelta a la mazana escuchando en mi mp3 unos tangos de Pugliese que me había bajado en el Emule.

Te extraño mucho viejo, no sabés cuanto. Lo bueno que hay en mi, te lo debo a vos.

Desde Madrid, mirando las estrellas del hemisferio norte, los saluda:

Dante.

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