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Anécdotas
20 Feb 2008

"Las razones del cavernícola" por Dante Pena

¿Por qué sentimos placer al matar?. No lo digo como algo personal, sino como un sujeto que pertenece a una sociedad que admira al cazador. ¿Por qué pensamos que una vida mínima es menos importante que la vida de una persona?. ¿Por qué aceptamos la definición: "no se ha perdido nada"?
Siempre deseé tener un arma. Desde chico. Me fascinaban esas pistolas y rifles de aire comprimido. Me gustaban los revólveres de cebitas. Cuanto mas reales, mejor. Diseñaba armas de palos de escoba, y clavaba clavos en culatas de plástico, simulando una ametralladora. Con eso salíamos a jugar a los terrenos del ferrocarril, con mis amigos; simulando algún capítulo de la serie "Combate", o "S.W.A.T.".

Los antiguos habitantes de este mundo se esmeraron en perfeccionar las técnicas de cazar. Era necesario: La tribu dependía del cazador. La caza condicionaba el hábitat, y producía en la mayoría de los casos, las migraciones que distribuyeron al ser humano en las zonas donde la posibilidad de matar era mayor.

El cambio de la sociedad cazadora a la sociedad agricultora, provocó el asentamiento de las tribus. Pero seguíamos necesitando carne. Y hasta que los hombres y mujeres de dichas tribus no descubrieron que los animales se podían domesticar, alimentar, reproducir, cuidar, y consumir; los cazadores eran los que marcaban el límite entre una especie hervíbora y una carnívora… Y después qué?

Cuando construí mi primera hondera, supuse que me convertiría en un cazador. Supuse mal, ya que estaba tan desastrosamente hecha, que todos los pajaritos del barrio podían dormir tranquilos. Con el tiempo, y la ayuda de mi instinto de cavernícola, los materiales fueron mejorando, las técnicas depurándose, y mi ansiedad por dar en el blanco, transformándose en una meta desesperadamente deseada.

Mi casa estaba llena de árboles. Teníamos muchas plantas y flores. Había dos ciruelos, un pomelero, un níspero, y una zarzamora. Además de otros árboles que no producían frutas, pero que generaban frescura, sombra, cobijo al canto de los gorriones de la tarde... y toneladas de hojas en otoño.

En vano pasé horas escondido detrás del pilar de delante de mi casa, a escasos metros de la planta de "Hawaianas", a que ese maldito colibrí se quedara quieto para poder hacerlo objeto de mis habilidades hondísticas. Pero el simpático animalito no sólo me ignoraba, sino que con pasmosa facilidad esquivaba mis piedras, cual joven torero ante un rengo morlaco de tercera categoría.

Castelar tenía algo especial. Era una ciudad. Era un barrio. Y era un lugar con gente que convivía con especies animales muy variadas, que hoy lamentablemente casi ni existen. Aquéllos aguiluchos detenidos en el aire, congelados en un instante de desafío a las leyes de Newton, o los pequeños petirrojos que picoteaban los penachos de las gramíneas bastardas que bordaban las vías del Ferrocarril Sarmiento. Bandadas de palomas torcazas y gorriones proletarios. En mi niñez todos eran blancos. Hermosos blancos voladores.

En la casa de mi amigo Victor había cabezas de venados y ciervos, decorando las paredes de una salita en el primer piso. Su papá era cazador. Y los inertes ojos de cristal de esas cabezas, hacían que aún en la muerte, la pisoteada dignidad del pobre animal pareciera intacta.

Como jamás pude ni tan siquiera arrimarme a acertar a cualquier blanco volador con mi hondera, de vez en cuando le pedía prestada su pistola de aire comprimido a mi amigo Pablo. Su papá le había comprado una, y para mi era como tener entre mis manos el poder de decidir a quien le perdonaba la vida en esas interminables tardes otoñales de domingo . Gracias a Dios, la potencia de la pistola era paupérrima, y hasta los gatos mas viejos del barrio, nos hacían "OLÉ!" cada vez que les disparábamos.

Cierto día, que no recuerdo de qué mes y estación del año, estaba yo tirando piedras con mi hondera a los cables de las torretas del ferrocarril. Como soportaban decenas de cables cercanos entre sí, el ruido que hacía la piedra al golpear repetidamente entre ellos parecía una pequeña reproducción del sonido de los rayos láser de las películas de ciencia ficción de la tele. Además cuando había palomas posadas en ellos, la vibración espantaba a la bandada y provocaba el alocado vuelo sincronizado hacia ninguna parte, de los animalitos. Ese día maté por primera vez.

Descuidando de donde podía terminar el recorrido de la piedra de mi hondera, hoy lo recuerdo como en cámara lenta: Apunté a los cables, y un pequeño gorrión planeó inocente cruzándose en la parábola de mi proyectil de niño, tan inocente como innecesario.

Un estallido de pequeñas plumas grises. Una hembra. Sólo eso. Luego cayó inerte a escasos metros de mis pies. Me temblaba todo el cuerpo. Me acerqué a ver el resultado de mi bautismo de fuego como cavernícola. Jamás había visto a un animal muerto, salvo los pollos que había en la heladera de mi casa. Ojalá hubiera sido yo un cavernícola; ahora tendria con que alimentar a mi tribu. Pero lo que yo sentí era distinto. No me animé a tocarla. La moví con un palito. Tenía los ojitos cerrados. Si parecía dormida!.

Un amigo me dijo una vez que a los pajaritos si le mojabas las patitas revivían. La llevé a un charco de agua de lluvia. Estaba aun tibia. Pero sus ojos siguieron cerrados. Y empecé a correr hacia mi casa. Nadie me había visto. Éramos mi conciencia y yo intentando escapar de aquél teatro de terror. Dejé a la pequeña gorriona en medio del charco, junto a mi hondera. Y me refugié entre los de mi especie, llorando. Supongo que nadie habrá comprendido porque lo hacía. De todos modos siempre he sido un poco llorón, y no era algo que causara extrañeza en mis padres o abuelos.

Nunca más toque una hondera. Durante mucho tiempo, cuando estaba a solas, me venía a la mente ese instante. Ese estallido de plumas grises. En ése momento en que me convertí en juez de lo absurdo. Muchos eternos días de cien mil horas, cuando el tiempo pasaba lentamente, y los veranos de Castelar invitaban a tomarse algo fresco en los patios, a la sombra de los árboles que compartíamos con los pájaros.

Hace unos meses, buscando en el Segundamano de España, encontré ése sueño de pibe pero a una escala mayor. Una preciosa carabina con mira telescópica. Estaba muy, muy barata. Casi imposible resistirse a tal tentación. España es una sociedad cazadora. Una inmensa industria camuflada y con olor a pólvora. Cada comienzo de temporada de caza, en los supermercados se pueden ver prendas de vestir de tonos verdes y marrones. Ofertas de calzados deportivos de cazadores. Fundas para las tres o cuatro escopetas y rifles que hay en cada casa cavernícola. Y en la sección de carros para los coches, mezclados entre modelos de carga, algunos recientemente promocionados para el transporte de perros de caza. Todo un negocio alrededor del placer de matar. Pero esta vez no se trata de niños con honderas. Son adultos que saben perfectamente adonde terminan sus proyectiles. Sin embargo la compré.

Durante días desarmé, lubriqué, y decoré la fina madera de Haya de la carabina. Puse mi nombre grabado en la culata. Y con barniz marino rematé esa bella obra de arte, sintiéndome orgulloso de que mis vecinos cazadores no distinguieran mi trabajo, del de un profesional armero de los buenos. Por fin había construido una buena hondera!

Una tarde, hace poco, me desperte temprano. La zona donde yo vivo, en las afueras de Madrid, esta rodeada por dos ríos: El Jarama y El Henares. Los árboles estan llenos de vida. Y los pequeños riscos de las márgenes del río, están plagados de cuevas de conejos y nidos de cigüeñas en lo alto de las antenas repetidoras de telefonía celular.

Metí la carabina en el baúl de mi coche. Y media hora después estaba apostado en un rincón del río, donde suelo tomar mate a solas, con la sola compañía de la música de Ennio Morricone. Escuchando el sonido del agua sorteando los restos de un antiguo puente derrumbado durante la guerra civil. Sabía lo que hacía. Para que nos vamos a engañar.

Yo era un tipo de cuarenta y tantos arriesgandome a sentir lo mismo que aquél pibe de la hondera. Pero el cavernícola pudo mas.

No soplaba casi viento. Hacía frío. Y los rayos del sol de invierno empezaban a levantar columnas de vapor de los pastizales blancos por la helada de la noche anterior.

Ahí estaba mi objetivo: Dormitando mientras flotaba dejándose llevar por la corriente del río. Un pequeño pato ibérico. Algo distinto a nuestras pampeanas gallaretas. Una preciosa ave parda y blanca, con una máscara verde metalizada en su cabeza, y un anillo blanco en su cuello. Irresistible.

Apunté. El pato se veía enorme en la mira telescópica de la carabina. Había seguido las recomendaciones del vendedor de la tienda de caza de Alcalá de Henares, y la había cargado con la munición de fabricación alemana mas cara de la tienda. Dios mío!, que fácil era matarlo!.

En ese momento comprendí la trampa del placer de matar: Justificamos nuestro crimen porque nos autoconvencemos de que es difícil hacerlo. Consideramos al cazador un deportista porque se supone que no todos tenemos la habilidad de ponernos una culata contra el hombro y apretar un gatillo. Carajo, que fácil era matar a ese maldito pato!

Entonces me dije: ¿El que fuera fácil o difícil me hacia menos hijo de puta?. Total el mundo está lleno de patos. Me negaba a bajar la mira, porque de todos modos ,"no se iba a perder nada".

Recordé las recomendaciones de mi abuela Marxina.: "Dante, cuando tirás una piedra sabes de donde sale, pero no donde termina…"…y bajé la mira. Encendí un pucho. Y me dije: ¿En la bolsa de repuestos de la carabina no había unas dianas para tirar al blanco?...

El pato seguramente acudió a su cita con su amada pata y se habrán ido a pescar en algún remanso del río Henares. De todos modos es imposible sentir placer al matar mientras estás escuchando "Erase una vez en América", de Ennio Morricone. El termo del mate me dio calor a mis heladas manos, y decidí que ese rincón de la pared del taller tan vacío, se vería mas bonito con la decoración de una carabina lacada con mi nombre en la culata. El nombre de un cavernícola arrepentido del siglo XXI.


Desde Madrid, dándole de comer a los pescaditos de mi pecera, los saluda:

Dante.

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