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Rincón Literario
10 Mar 2015

"Padre e hijo" por Cristina Talarico

Carlos fue a la plaza, como todas las tardes, a jugar a los dados con sus amigos. Desde que se jubiló, se transformó en una costumbre, a pesar de que nunca le gustaron mucho los juegos de mesa.
Pero con algo tiene que matar el tiempo, los días le resultan demasiado largos.  Su mujer siempre está ocupada con la casa y todas las actividades que realiza, pero él se encuentra un poco perdido sin ir a trabajar.  Por lo menos, en la plaza charla un rato con sus amigos y pasan las horas.

Cuando le tocó tirar, lo hizo y en ese instante sintió que un chico le tiraba de la manga para llamarle la atención.  Le dijo: “¿Papá, me comprás pochoclo?”.  Le iba a decir que no, que no tenía plata encima, pero al meterse la mano en el bolsillo encontró un billete de los antiguos australes.  El pibe lo agarró, le dijo “gracias” y salió corriendo.  Al mirar a su alrededor se dio cuenta de que estaba todo distinto, más iluminado, con una luz diferente y también se dio cuenta de que ese pibe era igual a Pablito, su propio hijo cuando tenía menos de diez años.

 No era posible; ¿se estaría volviendo loco? Entonces sintió la voz de José, su amigo, que le decía: “Dale che, ¿qué te anoto, póker o dieciséis al cuatro?”.  No se acuerda qué contestó, pero se dio cuenta de que algo le había pasado.  Fue un instante breve, pero tan vívido que parecía real. ¿Será esto el comienzo de lo que llaman demencia senil?

Se preocupó un poco pero decidió no contarle a nadie.  Esto le hizo pensar mucho en Pablo. ¡Cuánto hacía que no lo veía! Ni siquiera sabía por dónde andaba.  Seguro que la madre sí, pero él le había prohibido que le hablara de Pablo.  Igual, sabía que seguían en contacto.

Unos días más tarde, también jugando a los dados en la plaza, tuvo una experiencia similar.  Tiró y de repente todo se oscureció como si fuera de noche y la plaza estaba apenas iluminada por los viejos faroles de hierro.  No había rejas y había parejitas enamoradas, un grupito de chicos tomando cerveza y fumando, y allá, en un rincón, debajo del paraíso había dos muchachos que parecían estar tomados de las manos.  Uno de esos pibes era Pablo.  Sintió que no lo sostenían las piernas y tuvo ganas de matarlo, pero no se acercó y se fue caminando a escondidas.  Seguro que había visto mal.
Otra vez volvió a la realidad con las palabras de José: “¿qué te anoto póker o dieciséis al cuatro?”.  Era de tarde y estaba con sus amigos jugando a la generala. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué de repente esos recuerdos tan dolorosos volvían?  Pero no eran recuerdos.  Él sentía que era real, que su cuerpo y su mente estaban allá, tan cierto como que ahora estaban acá.

¿Tan mal andaba su cabeza?

No contó a nadie lo sucedido, pero esa historia que creía enterrada para siempre en su memoria aparecía cada vez más.

La tercera vez fue la peor, porque volvió al día fatídico en que Pablo le contó que se había enamorado de un chico y él, sin siquiera dudarlo, lo echó de su casa para siempre.  Habían pasado diez años y nunca más lo había vuelto a ver.  Nunca pudo aceptar la verdad por más que su mujer intentó convencerlo de que lo importante era la felicidad de su hijo, y esas pavadas que dicen, pero para él había una sola verdad.  Su propio hijo era homosexual y él no lo iba a permitir, no frente a sus ojos.
Y no lo vio nunca más.

Cuando volvió de ese viaje al pasado con las palabras de José “¿qué te anoto póker o dieciséis al cuatro?” se dio cuenta de que cuando en el juego de dados salen cuatro cuatros, él se transporta al pasado.  Pero tiene que ser esa combinación, y tiene que ser allí, en la plaza, jugando con sus amigos.  Por más que lo intentó en otros lugares, estando solo, no lo logró.  Tampoco puede elegir a dónde ir, es como si hubiera un propósito en esos viajes.   ¿Será un castigo? ¿Será que algo malo le estaba pasando a Pablo?
Hubo varios viajes al pasado, y en ellos siempre se encontraba con su hijo, pero en situaciones anteriores a la gran revelación.  Siempre volvía con nostalgia. Recordando lo buen chico que era Pablo, el colegio, siempre tan buen alumno y respetuoso, tan cariñoso con su mamá.  Él estaba orgulloso de Pablo.  Y después del descubrimiento todo terminó para él.  No quiso verlo ni escucharlo más.

De esos viajes siempre volvía diferente, como si algo estuviera cambiando en su interior.  Poco a poco empezó a creer que tal vez, sólo tal vez, se había equivocado al apartarlo de su vida.  Que quizás se estaba perdiendo la posibilidad de compartir el último tramo de su existencia con él.
Le llevó mucho tiempo y muchos viajes hasta que decidió llamarlo.
A partir de ese momento, no viajó nunca más.

Cristina Talarico es integrante del Taller literario de Marianela.
Cristina Talarico

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