"Una ventana al cielo" por Cristina Talarico
La habitación de la terraza era chica pero muy luminosa porque tenía una gran ventana que daba a la casa del vecino. Por ese motivo no podía abrirse; el arreglo de los constructores con el vecino era que podían poner una ventana fija para tener luz. Pero esto no era un problema para Victoria ya que la puerta daba a la terraza y por allí podría ventilar la pieza.
A partir del momento en que se mudaron, Francisco empezó a notar que Victoria pasaba cada vez más tiempo en el cuartito de arriba. Al principio le gustó esta nueva actitud independiente de Victoria porque así él podía ocuparse de sus cosas sin tenerla siempre revoloteando a su alrededor. A veces necesitaba estar solo y parecía que ella no. O tal vez era que estaba sola todo el día y cuando él llegaba, o los fines de semana, quería que pasaran todo el tiempo juntos. Solía sentirse abrumado, pero desde que se mudaron empezó a darse cuenta de que extrañaba la presencia de Victoria porque estaba siempre arriba y solo bajaba para cocinar, comer y dormir. No es que descuidase la casa, ni su ropa, ni las compras, pero ya no andaba dando vueltas a su alrededor buscando su compañía.
Con mucho cuidado, comenzó a charlar sobre el tema y ella le decía que estaba muy entusiasmada con la pintura. Él comprobó que era cierto ya que su producción aumentaba y hasta estaba pensando en exponer. Notó que estaba pintando mucho mejor que antes y atribuyó ese cambio al taller de pintura que había empezado cuando se mudaron al nuevo barrio.
Ahora era Francisco el que reclamaba su presencia, pero no quería ser demasiado insistente porque recordaba cómo se había sentido él, abrumado por el reclamo.
Además, ella estaba mucho mejor, se la veía más feliz y segura de sí misma.
Así pasaron algunos meses hasta que un día llegó la hora de cenar y Victoria no había bajado a cocinar como de costumbre. Francisco subió a buscarla cuando se dio cuenta de lo tarde que era y, al acercarse a la puerta, escuchó voces en el cuartito. Dos mujeres charlaban y se reían alegremente. Una era Victoria, la otra era una desconocida para él. Pensó que estaba con alguien, tal vez alguna compañera que había llegado antes que él, por eso no la había visto. Golpeó la puerta y esperó. Se hizo un silencio y cuando Victoria abrió, Francisco vio que no había nadie más que ella en la habitación. Victoria lo tranquilizó diciendo que tal vez había escuchado la radio que estaba encendida.
Él, no muy convencido, bajó a esperarla y ella se disculpó por la tardanza.
Victoria tenía una hermana, Julia, tres años mayor que ella. Siempre fueron muy unidas porque la mamá había fallecido cuando tenían diez y trece años y el papá se había vuelto a casar. Nunca se llevaron demasiado bien con la segunda mujer del padre así que, cuando Julia cumplió 18 años, él les compró un departamento en su edificio para evitar los conflictos que provocaba la convivencia. Por eso Victoria se apoyó mucho en Julia que siempre la protegió, hasta que apareció Francisco. Siempre fue una chica muy dependiente e insegura.
Francisco le contó a Julia lo de las voces, que lo preocupaba bastante, porque se había repetido otra vez. Estaba seguro de que nadie podía subir a la terraza sin que él lo viera porque la escalera salía del living y la única puerta de entrada a la casa estaba ahí.
Subieron juntos y escucharon las voces. Otra vez reían y charlaban alegremente, y Francisco aseguraba que la otra voz era siempre la misma.
Julia escuchó atentamente y empalideció. Dijo que la otra mujer tenía la misma voz que su madre, pero ambos sabían que era imposible que su madre estuviera ahí. Al golpear la puerta se hizo un silencio y cuando Victoria abrió no había nadie aparte de ella.
En el caballete había un cuadro sin terminar, de un hermoso paisaje: un acantilado y el mar. Al borde del acantilado una mujer, de espaldas, con un pañuelo de gasa en la cabeza, agitado por el viento.
Victoria dijo que estaba tan absorta trabajando que no había oído nada ni tenía idea de qué voces habrían escuchado. Estaba tranquila, sonriente, se la veía serena y feliz. Estaba mejor que nunca.
Ahora eran dos los que habían escuchado y no podían negarlo.
La única explicación racional que encontraron fue que tal vez ella hacía las dos voces. Consultaron con un psiquiatra que les explicó que en un tipo de esquizofrenia el paciente tiene múltiples personalidades y, a veces, pueden dialogar varias al mismo tiempo.
El psiquiatra la examinó, y escuchó lo que sucedía en el cuartito. Lo raro del caso era que fuera del cuarto, Victoria era la misma de siempre, si bien mucho más serena y segura de sí misma.
Francisco no se convencía de que estuviera loca, que hubiera que medicarla y tal vez internarla. Quería comprobar algo.
Un día, cuando oyó las voces golpeó la puerta, Victoria abrió y él fue directamente hacia la ventana que no podía abrirse. Rompió el vidrio con un martillo que llevaba preparado y miró hacia abajo.
Enganchado en una enredadera que trepaba por la pared, estaba el pañuelo que tenía puesto la mujer del cuadro que aún estaba en el caballete. El mismo pañuelo de gasa azul, con flores rosadas y blancas.
Cristina Talarico es integrante del Taller literario de Marianela.